Tuesday, July 13, 2010
Diatriba de lo pequeño
Este texto lo escribí hace dos años y estoy pensando incorporarlo a la novela. Cleopatra dice:
Es que hace falta un poco de valor, mucho, para ser artista, para crear. Por eso es que no todos llegan. No tiene nada que ver con el talento, pero con el valor. El valor de decir y hacer lo que sea, lo que fuera, lo que salga. Valor para darlo a conocer y dar la cara, admitir, con toda seguridad, esto es mío. Es por eso que nosotros no pudimos. Nos faltó el valor. No creo que nos haya faltado el talento, de eso teníamos de sobra, imaginación, locura. Lo usábamos para vivir. La vida fue nuestro canvas y ahí lo pusimos todo. Pero nos dio miedo. Nos dio miedo dejar una marca, indisoluble, en el tiempo. Nos dio miedo dejar algo contundente a nuestro paso. Nos dio miedo decir, sí, soy esto, ¿y qué? Pensamos que tal vez los otros no nos iban a aprobar. ¿Quiénes son los otros? Nuestros padres, primero, nuestra familia, nuestros amigos, la comunidad donde nos movemos, vivimos, la comunidad de artistas, de los que hacen lo mismo que nosotros, el mundo. Estamos tan preocupados por lo que los otros van a decir y pensar acerca de nosotros, que no podemos hacer nada. La preocupación nos paraliza. Nos escondemos. Y es así que reemplazamos el hacer arte por el vivir esta vida extraña, cautivante a veces por lo fuera de común, fuera de las reglas. Fumamos para olvidarnos de la realidad, para hacerla un poco mas fantástica y menos repugnante, menos parecida a lo que es. Tal vez los repugnantes somos nosotros.
Es que nos odiamos tanto. Odiamos nuestros cuerpos tan lejos de perfectos, nuestros cuerpos con kilos de más, con arrugas y señales de decadencia. Ellos también nos muestran que el tiempo pasa y nosotros nos quedamos ahí. Odiamos nuestras mentes que nos entretienen con frivolidades, estupideces, cosas pequeñas de todos los días. ¡Odiamos esas cosas pequeñas! Odiamos nuestras vidas pequeñas e inconstutiyentes que no nos llevan a nada, solo a más vidas pequeñas y a más días iguales como éstos, pequeños, iguales. Odiamos nuestra pequeñez y nuestra cobardía. Odiamos al mundo por aplastarnos y obligarnos a aceptar una realidad que no construimos, a la que caímos casi por dejadez, por temor, por ese miedo a lo desconocido. Somos tan pequeños como la realidad que nos rodea todos los días, y por eso nos odiamos. Odiamos lo que somos y lo que nunca vamos a llegar a ser. Odiamos esa posibilidad que se quedó estancada en algún punto de la historia. Esa posibilidad que no se realizó pero que nos hizo soñar y esperar y pensar que tal vez algún día se realizaría. Odiamos nuestra esperanza, y lo que queda de ese deseo de superarse, de tal vez llegar a ser eso que quisimos alguna vez. Odiamos ese pequeño deseo porque ese deseo nos mantiene deseando y alertas, pero resulta que lo único que queremos en realidad es desaparecer, no estar, esfumarnos como el humo que sale de la pipa, quemarnos como esas hojas secas que al menos, en combustión, sirven para algo.
Nos escondemos. Jugamos este juego de decir que queremos hacer algo, pero no lo hacemos. ¿Por qué? ¿Por qué no lo hacemos? Porque si lo hiciéramos se terminaría el juego. Y tenemos miedo de que termine porque a lo mejor perdemos. A lo mejor al final del juego nos damos cuenta de que había otros mejores que nosotros, damm it, y si no terminamos el juego nunca nos vamos a enterar, right? Entonces seguimos jugando, así, escondiéndonos de vez en cuando saliendo a la luz por unos segundos, y volvernos a esconder. Por unos minutos pensamos que tenemos algo, que andamos detrás de algo, por unos breves instantes nos imaginamos que ahora sí vamos a poder, que ahora sí estamos detrás de una idea fantástica. Pero al poco tiempo empezamos a perder velocidad, a perder el impulso, y así sin darnos cuenta, estamos fuera del juego otra vez, mirándolo todo detrás de las vidrieras, contemplando cómo los otros juegan y cómo a nosotros nos gustaría participar pero no tenemos tiempo, no tenemos dinero, no tenemos lugar, no tenemos ganas, y sí, y no tenemos lo único que hace falta tener: pelotas.
Por eso el humo ayuda, el humo crea castillitos en el aire, fábulas a las que nos atajamos, nos colgamos de esas colitas de humo que flamean en el aire y nos llevan con ellas por unas horas así, a flotar por sobre todas las cosas y verlas ahí abajo pequeñitas. Entonces por lo que dura el efecto somos grandes, gigantescos, estamos arriba del mundo, arriba de todo y de todos y los esquemas ya no importan, nos sentimos superiores y omnipotentes. Somos los dioses de todo y de todos y nos olvidamos de quienes éramos. Hasta que se acaba, y la vida vuelve a ser pequeña, fea, absurda, e inconsistente, como nosotros.
Es que hace falta un poco de valor, mucho, para ser artista, para crear. Por eso es que no todos llegan. No tiene nada que ver con el talento, pero con el valor. El valor de decir y hacer lo que sea, lo que fuera, lo que salga. Valor para darlo a conocer y dar la cara, admitir, con toda seguridad, esto es mío. Es por eso que nosotros no pudimos. Nos faltó el valor. No creo que nos haya faltado el talento, de eso teníamos de sobra, imaginación, locura. Lo usábamos para vivir. La vida fue nuestro canvas y ahí lo pusimos todo. Pero nos dio miedo. Nos dio miedo dejar una marca, indisoluble, en el tiempo. Nos dio miedo dejar algo contundente a nuestro paso. Nos dio miedo decir, sí, soy esto, ¿y qué? Pensamos que tal vez los otros no nos iban a aprobar. ¿Quiénes son los otros? Nuestros padres, primero, nuestra familia, nuestros amigos, la comunidad donde nos movemos, vivimos, la comunidad de artistas, de los que hacen lo mismo que nosotros, el mundo. Estamos tan preocupados por lo que los otros van a decir y pensar acerca de nosotros, que no podemos hacer nada. La preocupación nos paraliza. Nos escondemos. Y es así que reemplazamos el hacer arte por el vivir esta vida extraña, cautivante a veces por lo fuera de común, fuera de las reglas. Fumamos para olvidarnos de la realidad, para hacerla un poco mas fantástica y menos repugnante, menos parecida a lo que es. Tal vez los repugnantes somos nosotros.
Es que nos odiamos tanto. Odiamos nuestros cuerpos tan lejos de perfectos, nuestros cuerpos con kilos de más, con arrugas y señales de decadencia. Ellos también nos muestran que el tiempo pasa y nosotros nos quedamos ahí. Odiamos nuestras mentes que nos entretienen con frivolidades, estupideces, cosas pequeñas de todos los días. ¡Odiamos esas cosas pequeñas! Odiamos nuestras vidas pequeñas e inconstutiyentes que no nos llevan a nada, solo a más vidas pequeñas y a más días iguales como éstos, pequeños, iguales. Odiamos nuestra pequeñez y nuestra cobardía. Odiamos al mundo por aplastarnos y obligarnos a aceptar una realidad que no construimos, a la que caímos casi por dejadez, por temor, por ese miedo a lo desconocido. Somos tan pequeños como la realidad que nos rodea todos los días, y por eso nos odiamos. Odiamos lo que somos y lo que nunca vamos a llegar a ser. Odiamos esa posibilidad que se quedó estancada en algún punto de la historia. Esa posibilidad que no se realizó pero que nos hizo soñar y esperar y pensar que tal vez algún día se realizaría. Odiamos nuestra esperanza, y lo que queda de ese deseo de superarse, de tal vez llegar a ser eso que quisimos alguna vez. Odiamos ese pequeño deseo porque ese deseo nos mantiene deseando y alertas, pero resulta que lo único que queremos en realidad es desaparecer, no estar, esfumarnos como el humo que sale de la pipa, quemarnos como esas hojas secas que al menos, en combustión, sirven para algo.
Nos escondemos. Jugamos este juego de decir que queremos hacer algo, pero no lo hacemos. ¿Por qué? ¿Por qué no lo hacemos? Porque si lo hiciéramos se terminaría el juego. Y tenemos miedo de que termine porque a lo mejor perdemos. A lo mejor al final del juego nos damos cuenta de que había otros mejores que nosotros, damm it, y si no terminamos el juego nunca nos vamos a enterar, right? Entonces seguimos jugando, así, escondiéndonos de vez en cuando saliendo a la luz por unos segundos, y volvernos a esconder. Por unos minutos pensamos que tenemos algo, que andamos detrás de algo, por unos breves instantes nos imaginamos que ahora sí vamos a poder, que ahora sí estamos detrás de una idea fantástica. Pero al poco tiempo empezamos a perder velocidad, a perder el impulso, y así sin darnos cuenta, estamos fuera del juego otra vez, mirándolo todo detrás de las vidrieras, contemplando cómo los otros juegan y cómo a nosotros nos gustaría participar pero no tenemos tiempo, no tenemos dinero, no tenemos lugar, no tenemos ganas, y sí, y no tenemos lo único que hace falta tener: pelotas.
Por eso el humo ayuda, el humo crea castillitos en el aire, fábulas a las que nos atajamos, nos colgamos de esas colitas de humo que flamean en el aire y nos llevan con ellas por unas horas así, a flotar por sobre todas las cosas y verlas ahí abajo pequeñitas. Entonces por lo que dura el efecto somos grandes, gigantescos, estamos arriba del mundo, arriba de todo y de todos y los esquemas ya no importan, nos sentimos superiores y omnipotentes. Somos los dioses de todo y de todos y nos olvidamos de quienes éramos. Hasta que se acaba, y la vida vuelve a ser pequeña, fea, absurda, e inconsistente, como nosotros.
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